jueves, 4 de marzo de 2010

La arena de los relojes hizo crecer el desierto.

¿Sabes lo que pasa cuando escuchas música?
Que lo tienes todo claro por un momento.
Y en ese momento su lenguaje te da coraje,
para arriesgarte y te das cuenta de que nunca es tarde.

El otro día me tropecé con estas frases de Lloro, de Ámbito Kinitoh.
Me quedé totalmente sorprendida, pese a haber escuchado esta canción bastantes veces sin una mayor trascendencia. Y es que tiene toda la razón. O, por lo menos conmigo, ha dado justo en la diana. Cuando escucho música, cuando me identifico con el sonido y, más allá de éste, con las palabras, la historia que encierra y todo aquello que pretende transmitir, siento que el mundo está en armonía conmigo, lo tengo todo claro, veo las cosas desde otro cristal.
Y sí, lo reconozco, me siento valiente, me dejo inundar por ese torbellino de impresiones, de ideas. Y creo que puedo hacer cualquier cosa y pienso y decido qué aspectos de mi vida no me gustan y cómo voy a cambiarlos. Y sé que soy fuerte, y sé que soy capaz, que tan sólo me falta chasquear los dedos para que todo sea perfecto.
Sin embargo, las canciones también acaban, llegan a su fin.
Y vuelve el miedo, el maldito y condenado miedo que arruina lo mejor, lo que verdaderamente sale de dentro de cada uno.
Pero el miedo se puede vencer; las agujas del reloj no.
Lo curioso es que siempre se nos olvida, e invertimos los términos. Por mucho que cambiemos la hora, adelantemos o atrasemos unos minutos, el tiempo escapa a nuestras manos...
Y no hay nada peor que llegar tarde al mundo real.
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Suena: el ventilador del ordenador y el rítmico, pero frenético, teclear de mis dedos; esta entrada quería escribirla en silencio...
Desde mi ventana: las nubes se pasean por el cielo oscuro, alguna luz perdida impacta contra la fachada de enfrente y juega a crear sombras, acaso reminiscencias...

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