martes, 27 de abril de 2010

Un rayito de luna.

Son las nueve y veintisiete minutos de la noche, hora local. La habitación está a oscuras, la ventana abierta y una suave brisa con aromas de galán de noche o jazmín se cuela traviesa mientras tecleo con mi habitual frenesí en el ordenador. Algún día acabaré cargándome el teclado. Lo sé.
Escribo animada por el comentario de María, porque a veces me cuesta demasiado describir una y otra vez el mismo cachito de cielo, las mismas casas y la misma Sierra Nevada que, año tras año, ilustran mi ventana, mi rincón particular del mundo. Sin embargo, y como de costumbre, nunca deja de sorprenderme.
La luna.
La luna es igual en todas partes y, aunque voy a intentar plasmarla en estas palabras, invito a todo aquel que se tropiece con este escrito (suponiendo que alguien lo haga, claro) a abrir la ventana y buscar ese astro tan magnífico como sublime que cada noche sale para recordarnos que estamos vivos.
Podría empezar, quizás, hablando de la perfección de esta luna llena que ahora me alumbra, de su redondez aparente, de ese color imposible de definir pero que irradia una luz tan especial, tan fuerte y poderosa que casi más que real, se semeja a un espejismo, un delirio. Recuerdo aquella leyenda de mi querido Bécquer, El rayo de luna, y contemplándola me parece hasta coherente que su personaje, romántico donde los haya, se enamorase de ese haz, de ese relámpago de sentidos y esa luminosidad tan evocada por los poetas y por los que no lo son tanto.
Pero lo que, sin duda, hace especial a esta luna de hoy, es su cerco. No es como al que me tiene acostumbrada, pequeñito, más bien molesto por aquello de que cuando hay cerco, también habrá lluvia. Se trata más bien de una aureola de santa, porque para aguantar los desvelos de más de una, las súplicas y las lágrimas que mojan las almohadas y se acallan en el silencio cómplice de la noche, no se puede sino ser santa, paciente y sabia. Así que este cerco, a ratos blanco, a ratos dorado, o incluso un poco ocre para no llegar al vulgar amarillo, se extiende ampliamente, a sus anchas, como si se tratara de una danza entorno a ella, un velo que la cubriera o un acompañamiento eterno que rivalizase con su majestuosidad y singular belleza.
Desde el momento en el que fui consciente de este milagro de la naturaleza, hasta ahora que escribo, diez menos veinte, el cielo ha ido acomodándose al espectáculo. Primero el límpido azul de las tardes primaverales, que se niega a sí mismo los tonos anaranjados, las puestas de sol solemnes, para regalarse una aparición anticipada de la luna. Y de ese azul inmaculado, inocente, hemos dado paso a sus tonos más oscuros, los malvas con los que se confunde la Sierra, los grises y plateados que estienden la estela del astro sobre nuestras cabezas, haciéndonos partícipes de tan divino suceso.
Ahora la oscuridad es extrañamente íntima, extrañamente difusa.
Por un lado extiende su manto azul oscuro, casi negro, como la huella que dejan los amantes perdidos a lo largo del espacio y del tiempo, como esa duda de las promesas que jamás empiezan con ese verbo, sino que lo hacen de la manera más tonta y trivial, inconsciente quizás, pero que agitan los corazones más que el propio juramento.
Por otro, el indudable gris perla con el que parece engalanarse, el recato con el que se viste y se desviste una muchacha que busca encontrarse en su espejo, que en secreto se sueña y se cree dueña de cada uno de sus pasos, como la sabiduría de los ancianos que ya no cuentan sus verdaderas batallas, sino que repiten una y otra vez las mismas historias porque necesitan de sus recuerdos para renacer al amparo de noches como ésta.
Alguna que otra nube, traviesa, caprichosa, atraviesa ese cerco, como jirones de algodón negro, una lágrima de rimmel corrido, manchando torpemente la candidez del astro, simulando delinearlo, trazar una frontera a la luz que emana, a esa libertad con la que la reparte en cualquier punto de este planeta.
Estas noches me encantan.
Aspiro profundamente el perfume del jazmín o del galán de noche, o de ambos tal vez. Sé que sueno cursi y decimonónica, qué vamos a hacerle. Soy así.
Probablemente alguien se pregunte si no seré yo como el enamorado de Bécquer que perseguía a su amada sin saber del engaño de la luna. Puede que sí. O puede que no.
En cualquier caso, suban las persianas y regálense un rayito de luna.
Buenas noches.

2 comentarios:

  1. La luna por mi ventana ya no está. Seguramente se habrá ido a visitar a otra persona, otra que quizás esté a punto de dormir, o que en su defecto, no pueda dormir y desee observarla.
    El calor nos invade, y con ellos las noches de luna llena y estrellas estrelladas.
    Espero con ansia más reflexiones sobre este peculiar astro.

    PD. Miento, la luna sigue ahí, me parece verla en lo alto del cielo..maldito el sol, que le hace esconderse...

    ResponderEliminar
  2. Isa, ¿te he dicho alguna vez que me encantan tus reflexiones cromáticas? ¡Cuántos colores..!
    ¿Y tú dices que yo se describir las cosas? Perdona chica, pero tú te sales en todas tus entradas. Sublime en serio. Inmejorable..

    Esta noche, me espera una de luna.

    ResponderEliminar

Pasen y vean.