sábado, 8 de mayo de 2010

Sabiduría infantil

El otro día iba en el autobús, cansada, harta y con ganas de llegar de una vez a mi casa. Me senté al lado de la ventanilla, con la música y dispuesta a perderme en mis propios pensamientos y en los compases de James Blunt y su Goodbye my lover, pero algo me lo impidió. Al otro lado del pasillo se sentaron dos niños pequeños, niña y niño, de uniforme, mellados y con sus mochilas escolares a la espalda, una rosa y otra naranja, con una especie de monstruo que seguro será de alguna serie de dibujos animados. Detrás la mamá, y un número de bolsas más que considerable. A los tres minutos, consciente de que la sensible melodía del británico no iba a imponerse a los gritos, los constantes intentos de reclamo de atención y las disparatadas historias de los niños, decidí apagar el mp4 y ahorrar, de paso, batería.
En un principio, he de reconocerlo, deseé que se callasen de una maldita vez y nos dejasen al resto de los mortales tener un viaje, sino plácido, al menos sí tranquilo. Porque lo cierto es que no íbamos demasiados en el autobús y todos, exceptuando un chico que seguía con sus cascos y al fondo del vehículo, dirigíamos nuestra atención, inevitable e irremediablemente a los niños.
Cuando ya quedaban menos de dos paradas para apearme, sucedió el hecho por el cual escribo esta entrada.
La situación era la siguiente: los niños se habían pasado, se habían peleado, la mayor proferido al pequeño algún que otro insulto al son de una cancioncilla de las que se aprenden en clase y se convierten en el hit del curso escolar, a lo que el niño había respondido sacando la lengua y cruzándose de brazos. Igual que la calma después de la tormenta, nos regalaron unos minutos de paz y sosiego. Sin embargo, vi que el pequeño se daba la vuelta en el asiento hasta quedarse de rodillas, mirando a su madre.
"Ya está -me dije-. Ahora a ver qué pasa, ¿se chivará?"
El pequeño intentó coger las manos de la madre quién, ya bastante hastiada de los dos, las retiró hasta donde sus brazos infantiles no podían llegar. Tenaz como él solo, el niño se estiró todo lo más que pudo, curvándose sobre el asiento de tal modo que pensé que, como el conductor diese un frenazo, se iba a liar una buena.
Ante esto, las palabras de la madre fueron, textualmente, las siguientes:
-Siéntate bien. Y déjame que ya te he dicho que me duelen las manos.
Su sentencia fue acompañada de un ligero empujón, suave, de ésos que te dan las madres para que andes, te sientes derecho en la silla y otras situaciones que siempre se resuelven así. Inmediatamente miré las manos de la mujer, perfectamente cuidadas, de manicura francesa y con un par de anillos en los dedos. Desvié la vista hasta las bolsas que ocupaban el asiento libre a su lado. Conté seis. Sí, debían de dolerle las manos.
¿He dicho ya lo tenaz que era el niño? Porque, no conforme con las palabras autoritarias de su progenitora, atrapó velozmente la mano de su mamá en un descuido de ésta. En los labios de la señora pude leer a la perfección una expresión vulgar y malsonante. Supongo que, dándose por vencida, dejó que sus dedos reposasen entre los de su hijo. Pero cuál fue la sopresa, mía y suya, cuando este, sin previo aviso, le besó la mano.
-Para que no te duela más. Como tus besos, mami, que los míos también curan...
Sí, a mí también se me quedó esa cara cuando presencié la escena.
Desde luego, somos imbéciles. Ya nos valdría más creer que los besos de mamá siempre curan que las sandeces a las que nos entregamos con tanta facilidad en el mundo de los "grandes". Y es que los niños son así, grandes maestros para nuestros atrofiados corazones...
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Suena: Goodbye my lover, James Blunt
Desde mi ventana: cielo radiante de mayo, el sol molesta en los ojos.

1 comentario:

  1. ¡Tenemos tanto que aprender de los niños...!
    Bonito blog.

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Pasen y vean.