sábado, 27 de agosto de 2011

Preguntas que a veces torturan.

Las comparaciones son odiosas y, aún así y a sabiendas, las seguimos haciendo, como una adicción más a la que dejar que el cuerpo sucumba.
Quizás empiezan con aquella insoportable pregunta de a quién quieres más, si a mamá o a papá, mientras tú, aterrado, te cuestionas si de verdad quieres a uno más que a otro y te invade el pánico al pensar que puede que sí, que quieras a uno más que a otro sin que seas del todo consciente de ello. Conforme vas creciendo, la comparación se enrarece y se vuelve peor, y ya no es una pregunta absurda, sino una auténtica competición darwiniana con el mengano de la clase que saca buenas notas, a ver si aprendes un poco de él, o con el fulano que no estudia y no querrás acabar como él, hecho un desgraciado; porque en los extremos, donde reside la comparación misma como una entidad casi platónica, ésta se desdobla y se compara consigo misma o con su aliento más pestilente que es el del miedo. Todo ello sin olvidar ese modo extraño de comparación revestido de justicia equitativa entre hermanos o amigos, el compartir a pares iguales castigos y bolsas de chucherías, sin importar de quién fuera la culpa o quién hubiera sido merecedor de tales galguerías.
Incluso se hace presente en su invisibilidad más dolorosa en ese solidario abrazo que muestra la infelicidad frente a la dicha; o en el beso que se torna premio de consolación, segundo plato, que aunque se prefiera la carne antes que la sopa o la ensalada, sigue siendo un mero segundo plato, y oye, hay primeros platos que son tan fuertes que de seguido se pasa al postre cuando no al regusto amargo del café; o en la mirada que asiente aunque no sienta, y da la razón porque, qué se le va a hacer, las comparaciones son odiosas pero nos han enseñado a vivir con ellas.

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Suena: un estribillo pegadizo en inglés, una canción de REM.

Desde mi ventana: el faro en la inmensidad de un cielo estrellado.

1 comentario:

Pasen y vean.