jueves, 4 de agosto de 2016

Precipicios

 Te miré como se mira el horizonte desde un precipicio: sin ser consciente del vértigo ni de la caída.
 Te miré para guardarte en las retinas y en las palmas de mis manos, sabiendo que serías tan efímero que no habría imagen que te hiciera justicia. Por eso me esforcé en aprenderte con los ojos y la piel, para no olvidarte como se olvidan las puestas de sol cuando ya han desaparecido; para ver con tus ojos y sentir con tu tacto, para mirarme como si tú me miraras y acariciarme como si tú me acariciaras. Para estar contigo en tus ausencias, para que siempre me acompañaras.
 Te miré así y pensé que nunca me olvidarías; como si no hubiera más locos trepando precipicios para mirar el horizonte, como si yo fuera la única dispuesta a ignorar vértigos y caídas o a que tus ojos y tus manos los remediaran. Y, verás, es que no sólo pensé que no me olvidarías, sino que di por hecho que no podrías hacerlo; que tus ojos y tu piel se quedarían unidos a los míos, que empezarías a ver con mis ojos y a sentir con mis manos, con mis dedos.
 Te miré y entendí por qué los antiguos invocaban a los dioses, por qué les bailaban y por qué entregaban sus cuerpos a las danzas. Yo también te habría bailado, amor mío. Te habría invocado con este cuerpo, estos ojos, estas manos.
 Te miré y me faltó clavarme las uñas, abrirme el pecho, retirarme la carne y que te encontraras allí, cobijado en mis entrañas. Te miré para que entendieras que no habría vértigo ni caída de la que estos huesos no fueran a salvarte.
 Te miré y tú te reíste. Te reíste como quien se ha perdido en sus pensamientos y espera que esa mirada no aguarde ninguna respuesta más allá de la carcajada.
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Suena: Divenire, Ludovico Einaudi.
Desde mi ventana: la persiana está medio bajada, para evitar el calor. Pero, aunque no la vea, sé que ahí detrás está, como siempre, la Sierra.

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